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AUTOR: ADELA SOTO
ALVAREZ
Este obra va dirigida a todos aquellas personas
que desconocen lo que ocurre dentro de nuestro interior cuando la desesperanza
nos desploma, y lo importante que es la fe para salvar el espíritu, porque con
fe todo se logra, con fe las caídas son menos fuertes y la fe nos ayuda a levantarnos de
cada vacío espiritual y material
a que nos condene la propia existencia…….
“Finalizaba el año en la
isla esclavizada, por lo que eran tiempos difíciles y todos lo sabían, por eso
fueron muchos los que después de regresar a su terruño fueron enviados a ese lugar tan sombrío donde el
hombre pierde no sólo la lucidez sino hasta la vida. Unos con la misión cumplida,
otros sin cumplir, pero todos con el mismo diagnóstico, y falta de identidad. Y
aunque el día era cálido, y las nubes jugueteaban sobre el azul del cielo,
muchas corazas comenzaron a caer bajo la interna lluvia”. ….
El rustico y bien diseñado
edificio de construcción medieval, asomaba entre las altas montañas, las que
juguetonamente se veían escoltadas por el pintoresco paisaje donde un sin número de palmas reales, y
coposos árboles le daban el toque perfecto a aquel lugar tocado por la madre natura.
A primera vista parecía un
palacio gótico donde siempre existe una princesa encantada o cautiva de los
maleficios de una bruja y que como es natural algún príncipe hechizado por su
imposible amor sale en su rescate, enfrentando como el Quijote hasta los
molinos de viento.
Por desgracia en este
palacio no era una princesa la que habitaba tras aquellas paredes expuestas al
viento, sino infinidad de princesas convertidas en residuo humano, al igual que
príncipes valientes cautivos y a punto de extinguirse. Todos expuestos a la
inclemencia de los más aberrantes y tormentosos momentos.
Nadie deseaba llegar, pero
el que lo hacía, no tenía otra opción que permanecer recluido por un buen
tiempo. Y si mejoraba podía salir de alta o
pase, y si no entonces serviría de conejillo de la india para duchos en
materia científica y divulgadores de logros a costilla de los humanos.
Amalia la joven muchacha
provinciana fue una de las que llegó custodiada por varios enfermeros.
Alguien dijo que venia de
la Selva completamente loca. Pero la realidad era que la habían vuelto loca los
acosos sexuales de su jefe, y las catástrofes del hombre en tierra ajena.
Lo cierto era que estaba
allí, la heroína de tantas batallas, sin saber si era día o noche y con un
silencio atroz, que le castigaba ferozmente la garganta, pero aun se le podía
reconocer a pesar de las quemaduras de su piel y su desvencijada apariencia.
Por tales razones y
teniendo en cuenta su padecimiento silente, decidieron los facultativos
proporcionarle posibilidades de recuperación, llevándola sin preámbulos a una
de las habitaciones destinadas a los enfermos mentales.
El pequeño cubículo a
donde fue conducida estaba fuera de todo
bullicio. Parecía alzarse solemne en aquel lugar tan sombrío, mientras el
arrullo de la suave brisa abanicaba gentilmente la coposa vegetación, que
amurallaba implacable el posible progreso, a pesar de las blancas paredes
adornadas con enormes ventanales donde el contraste de los vitrales con el sol
daba un toque de sortilegio formidable.
Todo parecía un encanto
del amplio inmueble, que cubierto de hermosos cuadros contemporáneos, realzaban
el uso de pinceles creativos, predominando los colores azules, y grises, sobre
esqueletos y pájaros cantores.
Parecía un sueño recorrer
con la mirada aquellas expresiones atractivas y desafiantes a la vez. Todas de
un inigualable toque surrealista, que no dejaba de emocionar los ojos
estupefactos de Amalia, la tierna y debilucha muchacha, que no dejaba de
preguntarse para sí… quién sería el autor de aquellos dibujos que le
desgarraban el corazón con solo mirarlos.
Tal vez alguien tan
complicado como ella, pero la rubrica sobre el lienzo resultaba tan ilegible
que sus irritados y grandes ojos verdes
no podían descifrarla.
De todas formas no tenía
otra elección que continuar caminando con sus interrogantes en el más
esquemático silencio y en busca aunque fuera de un poquito de tranquilidad para
su guerra interna, porque la paz para
ella era otra cosa.
Al fondo y muy cerca de
uno de los ventanales sobre un sillón muy deteriorado por el uso de quién sabe
cuántas penas. Lucia la hermana mayor, la que siempre acudía, la que nunca tuvo
negativas a la hora de ayudar al desvalido, leía absorta la obra clásica de
Alejandro Dumas, mientras Amalia continuaba sin pronuncias palabras.
-¡Es mi lectura preferida!-
Se le escuchaba murmurar, aunque muchos pensaban que lo hacía para reafirmarse la existencia
de los amigos, la lealtad y la justicia, tan escasa en tiempos de desastre.
Por eso a cada momento
miraba a la hermana y sonriente le comentaba algo sobre la hermandad de los Mosqueteros, pero Amalia
nada respondía.
Desde que llegó al
hospital se mantuvo en un profundo mutismo, por lo que el médico aconsejó, la
dejaran así hasta que ella misma decidiera salir de su impenetrable mundo.
Una muchacha delgada y
pequeña con los cabellos anudados a la nuca y sobre estos una simple cofia, tan
blanca como su vestido, le daba cierto aire de pureza y confianza a los
constantes movimientos que realizaba dentro de la habitación.
Después con voz de ángel
de la guarda y sin dejar de sonreírle le preguntaba cómo se sentía y verificaba
de forma cautelosa todo lo que sucedía a su alrededor.
A Amalia se le antojó una
espía enviada quién sabe de que tambaleo ideológico. Con su cara de mojigata
nunca pudo confundirla, porque la época de las confusiones para ella había
pasado.- Se decía para sí y la miraba todo el tiempo con ojos desconfiados,
pero sin hacer comentarios, porque de lo qué sí estaba segura era, de qué se la habían encomendado muy
especialmente.
A ella nunca le habían
gustado los privilegios, pero en esos momentos no tenía otra opción que
aceptarlos y esperar pacientemente hasta poder descubrir quienes eran los
interesados con tanta adulonería y exagerados cumplidos.
Después de mucho andar por
la vida se había convencido de que lo hacían para que se desbocara, y vomitara
todo lo que tenia dentro de su cápsula sentimental.
Por eso a pesar de toda la
confianza que la muchacha trataba de ofrecerle, Amalia se mantenía hermética,
con sus verdades bien encerradas en los páramos de su tristeza.
Lucia se puso de pie
exhalando un suspiro de agotamiento físico, a la vez que dejaba caer el libro sobre la cama de Amalia. Miró el
reloj y comentó sin dejar de estirarse, que el final del día estaba por llegar.
Buscó en su cartera el
pase de entrada al hospital, y las llaves de la vivienda e inclinándose besó a
la hermana aconsejándole con disimulada
autoridad que aprovechara el tiempo que iba a estar sola y leyera la obra de
Dumas, así podría recuperar la fe
perdida. Amalia la miró y para no contrariarla asintió con la cabeza.
Últimamente para ella todo
se había convertido en un ritual de órdenes. Lee, espera, soporta, no
pienses,…como si lograrlo fuera tan fácil.
Qué estúpidas son las
personas que piensan que pueden con palabras desvanecer el aleteo de los
gorriones cuado se afanan en desordenar las ideas, y aunque Amalia se había
convertido desde el último golpe en una mole de silencio a la que cualquier
rumor la espantaba, no había dejado de hilar las sombras de sus muertos y estos
no dejaban de atormentar su perturbado cerebro, por lo que darse a la lectura
le era imposible.
Haciendo caso omiso a las
palabras de la hermana y reafirmándose una vez más que nadie podía quitarle de los párpados lo
vivido, pues había marchado siempre con
la fe y la esperanza como bandera y ahora pasaba a ser manjar de los
remordimientos y las agrestes decepciones.
Amalia la valiente mujer
contemporánea que enfrentó la sed de sus arritmias, las siluetas herméticas,
los papeles sombríos, los amigos neutrales, sin atesorar otra cosa que no fuera
enarbolar su estirpe con su ponzoña ardiente. Se desvanecía entre el olor a
zombis y el llanto recalentado que esparcía sobre un lecho ajeno, en espera del hambre de la
ciencia, y la piedad de los que hacían
lo posible por encontrar un bálsamo justo para calmarle el espanto que padecía.
Por eso se aferraba a sus
incógnitas a la vez que se revolcaba
entre el estiércol que le quedaba en las sienes. No podía imaginar que
tuviera que continuar tras el muro, mirando solamente las telas de las arañas.
Por eso después del
portazo al salir la hermana caminó de un lugar a otro de la habitación buscando
un lugar para asirse y salir de tantos recuerdos, pero todo era imposible para
ella, y las evocaciones del subconsciente como estocadas al centro del corazón
comenzaron su nueva faena.
De un golpe llegó a su
mente la imagen que proyectaba cuando se pensaba vencedora y su espíritu se llenó de aplausos, pero de
igual forma el pecho se le inundó de la realidad y volvió a verse como lo que
realmente era… “Un héroe desamparado”.
Por eso entre lágrimas se
sentó al borde de la cama, tratando de tranquilizar sus nervios, pero por mucho
esfuerzo que hacia nada conseguía, porque la verdad como martillo no dejaba de
refutarle las neuronas, y reafirmarle su
título honorífico de “Vencedora de la nada”.
Amalia se sentía vencida,
con las sienes a puro fuego, y
revalidándose cada vez más, que la zozobra era su mejor aliada. Por eso
se detuvo en la primera estocada, la de su juventud entre la ardiente pólvora,
las explosiones, y el sabor caliente de la sangre.
Su olfato se había
convertido en un látigo, por eso el olor
etílico del verdugo, su forma de mancillarle la candidez la asfixiaban y cuando esto sucedía se mordía las manos hasta verlas amoratarse, queriendo
con ese acto quitarse la impureza.
De un golpe se puso en
pie y caminó hacía la amplia ventana que
comenzaba a filtrar los primeros rayos de la luna. Miró el cielo en busca de un
poco de paz, pero esta le llegó en un lenguaje ajeno. Sin saber que hacer
regresó despacio y se ovilló sobre el lecho como un perro desvalido.
La voz de la enfermera
interrumpió su éxtasis junto a un sin número de fármacos que se exhibían
triunfantes ante sus aturdidos ojos. Y todo esto junto a las palabras
fabricadas de aparente consuelo,… de que podía
tener otra oportunidad, si era fuerte.
¿Cómo podría ser fuerte si
ya lo había sido tantas veces?…Si solamente con el oficio de vivir ya lo era.
¿Qué eran fuerzas, acaso
convencerse a si misma de qué el cuerpo estaba hecho solamente como soporte?
¿Quién era ella?...se
preguntaba indecisa. ¿Acaso nada pasó realmente por su vida? ¿Entonces no hubo
muertos,… dónde estaba su risa?
Absorta en sus constantes ideas se debatía en
su recuerdo como un espadachín en plena batalla, entonces le llegaba entre
llamas de dolor el rostro querido de Miguel, las piernas amputadas de Saúl, el
cuerpo inerte de Mariela, y su cabello envuelto en el rojo intenso de la sangre
que aún atrofiaba su cerebro.
Se apretaba las sienes
tratando de olvidar, pero la mediocridad y los abusos de René con su donaire
satisfecho de autosuficiencia la golpeaban sin cesar, mientras las últimas
palabras de consuelo se perdían de su alcance.
Ellos, Miguel, Saúl,
Mariela, sus tres mosqueteros cruzando cercas, penas, calvarios, unidos por el
amor y las ideas. Creyéndose Odiseas. Los genios de la lámpara de Aladino. Tan
iguales o iguales a los que permanecían eternizados en las páginas del libro de
Dumas, habían dejado de existir y Amalia
estaba segura de eso.
Miguel había quedado
sepultado en tierra ajena. Saúl y Mariela igual, solamente la fina lluvia y el
recuerdo eterno como un lento río que al final siempre iba a parar en las
excretas sádicas de René.
Un buen número de hermanos
engañados habían regresado como ella. Mutilados del alma, otros sin conciencia.
El resto había quedado detenido en el espasmo del polvo, a veinte metros bajo
tierra y cubiertos por un rectángulo de mármol gris, sin poder ver las
estrellas, ni escuchar su grito,… el mismo grito que no dejaron de emanar sus
cuerdas vocales cuando llegaron como carne de cañón a la Selva.
Estaba segura que todo
había pasado. Ya no tenía a quién contarle los asedios de los apetitos
nocturnos cuando la soledad y la nostalgia hacía estrago sobre los
subordinados., y los predios eran menos que un incendio corporal.
Tampoco tenía a quien
contarle los acechos del Simio, ni las violaciones a su pureza. Ni siquiera
podía confesar que estaba al borde de la locura y que la resignación no le llegaba.
Ella “Dartañan de Los
Mosqueteros”, la que siempre quiso ser justa, ahora sólo estaba recluida en sus
meditaciones, disociada, ajena, y cansada de enfrentar los avatares, cercenando
el presente… Y lo peor de todo ya no le quedaban sueños.
Alguien le preguntó una
vez, ¿qué cómo era posible que soportara tantas crueldades sin morir?. Y ella
respondió,- ¿Acaso cree qué vivo todavía?..-
Y era cierto parecía viva
a pesar de su corazón tan afligido, de su constante recelo a enfrentar sus
realidades, de sus cuerdas vocales negadas a emitir palabras.
Se había acostumbrado a
aparentar ser una y realmente era otra. Las dos Evas, las mujeres “Llamarada y
Brisa”, una empeñada a ser siempre, y la otra empeñada en ser ventisca.
Algunas veces para
salvarse hizo lo posible por echar al viento sus conflictos refugiándose en
recuerdos agradables, y cuando hacía esto se le escuchaba murmurar que el aire
le calmaba las brazas.
Muchas veces la sorprendió la mañana en plena Selva
atrapada entre el roció y sus vivencias y se le veía caminar descalza,
quitándose de las mejillas las suaves gotas del cansancio, pero siempre regresaba
obediente a los pies del verdugo.
Un sonido breve pero agudo
provocado por una de las camillas la sacaron de sus pensamientos.
Se puso de pie asustada, y
caminó lentamente hacía el ruido. Después de todo necesitaba caminar. Llevaba
muchos días recluida sin ver el sol, sin buscar a sirio su planeta preferido.
Era el único que la entendía y consolaba, por eso le había dedicado muchas
horas conversando con él, sentada entre los canteros de tilos y
begonias.
Mientras caminaba no
dejaba de pensar en el reencuentro con el pasado familiar, era otra de sus
obsesiones.
Hacía tantos años que no
convivía con los suyos, por lo que no podía adivinar si continuaban iguales, o
tan desiguales como de costumbre.
Entonces detuvo el
pensamiento en las palomas de Rudy volando como bandadas y alterando la
tranquilidad del hogar y los vecinos.
El grito de las turbas
familiares azuzadas por las carencias de las cosas más precisas. El olor a
fango interminable ligado al olor a leña y a madera antigua, y quiso escapar de
esos desastres y meterse de un tirón en los pasillos interminables del amado
hogar.
Llegar a la ansiada salita
tan llena del confort de clase media, y observarlo todo en el mismo sitio.
Los cuadros pintados por
su inexperiencia en algunos escapes espirituales. Las fotos de los niños, la
del abuelo gruñón, las de su juventud con el cabello largo, tan largo como lo
eran sus esperanzas quinceañeras, y la guitarra de nostalgias gigante colgando
silenciosa del alero.
Pobre Amalia no quería que
se le escapara ni un sólo detalle, por eso hacía todo el esfuerzo por
imaginarse junto a la mesita avejentada, exhibiendo la lámpara que le regaló
Miguel aquel día de Reyes.
El siempre quiso que ella
tuviera una lámpara, porque las consideraba mágicas y siempre llevaban un genio
dentro. Y ella se reía satisfecha y dichosa cuando él la consentía con sus
palabras delicadas y precisas.
Pero el mago de su lámpara
se escapó una tarde y dejó de concederle milagros. Esa misma tarde en que sin
pensarlo se marchó condecorada de ideales, dejando a la deriva sus quimeras.
¿Y ahora dónde estaba?,…
¿Resignada a un silencio crudo, metida en una enorme lejanía, bebiendo del néctar
del arrepentimiento?
Eran muchas preguntas sin
respuestas. Era mucho el dolor que atizaba su agrietado cerebro, por eso
continuo vagando por los recuerdos que guardaba del hogar, esta vez los pececitos de cerámica blanca, y la diosa
del amor sin brazos, también regalos de
Miguel.
Allí también estaban las
siempre vivas verdecitas y pobladas a pesar de la falta de agua, colgadas sobre la ventana que daba al patio
las tinajitas de barro. Hasta los vasitos de yogurt repletitos de tunas de
diferentes especies se mantenían al pie del almacigo y al arbusto de espinas,
trofeo a sus eternas contiendas. Todo permanecía intacto en el pensamiento
desordenado de Amalia.
-Todo está en el mismo
sitió- Se decía para sí, mientras las lágrimas le humedecían las mejillas, y se
sentía nuevamente atrapada por el olor de las rosas mañaneras que engalanaban
el canto de los gallos sobre la fresca tierra que tanto añoraba.
Quiere detener el
recuerdo, pero éste la continúa llevando por el tiempo transcurrido, y ve al padre decidido a no dejar entrar la
luz. Nutrido de prejuicios y balanceándose en su sillón de mimbre y a la madre
recalentando el poquito de café criollo, esta vez de mala muerte, entre los
planes para el domingo cuando todos estén juntos y poder cocinar la libra de
frijoles que guarda con celo desde principios de mes.
Su hermano José colgado
del vició como un ermitaño, con la mirada nula ante las carencias y sin dejar
de rechinar las mandíbulas, a la vez que sedimenta el sudor sobre la vieja
sábana.
Natalia la más pequeña de
las hermanas, alimenta el miedo con las uñas como manjar, por evitar las
desenfrenadas agresiones familiares.
El ineludible olor a sopa
de ajos como dardo contra el olfato. Las tortas de harina polvoreada con azúcar
turbinada a las l0 de la noche, calmando la acidez de los jugos gástricos,
mientras el humo y el tizne imponen sus dominios a pesar de los quejidos
respiratorios. Y lo peor, la mirada lánguida de Pluto y Saltarín en el patio
esperando por el milagro de las raspas del arroz para aplacar las tripas.
Son muchos recuerdos, está
segura de que no puede remendar sus verdades, ni calmar su dolor aunque la
embutan de medicamentos traídos de la China, u otro Mundo, ni siquiera con el
elixir de los dioses del Olimpo.
Piensa y piensa a la vez
que aprieta su cráneo entre las manos, y
ve la maldición sobre sus hombros y descubre que nunca tuvo casa, tampoco
edificó la paz, ni construyó al hombre nuevo como le hicieron creer. Solamente
fue un instrumento de la mentira y la mala suerte.
Sofocada por los
pensamientos, corre hacia la habitación,
penetra el umbral y sigue corriendo de un lado a otro. Enciende un cigarro,
absorbe el humo, casi desenfrenada, se dirige a la amplia ventana, en estos
momentos para ella la única salvación.
Mira y vuelve a mirar, con
un terrible deseo de lanzarse y terminar de una vez con tantos pesares, pero la
buena brisa comienza a batir sus alas sobre su endeble rostro despeinándole
cariñosamente los cabellos. Detiene el intento y siente inexplicablemente
vestigios de armonía sobre su cuerpo
Entonces comienza a
mirar todo el paisaje que se ofrece,
dándose cuenta que desde la ventana lo puede observar todo sin ser vista.
Abajo están los hombres
discutiendo sobre la realidad. Alguna que otra mujer deambula sobre sus
pantorrillas, otras cuelgan de la impiedad
y la desventura del inevitable acoso.
Un buen número de ancianos
arrastran sus pies con la esperanza de tomar el ómnibus que esta por llegar.
Otros leen las diferentes crónicas del diario vespertino. Dos discuten sobre
béisbol. Todo rutina, sin cambios, ni
futuro, pero están vivos o por lo menos lo parecen.
A pocos metros de la
entrada de emergencias riñen dos señores. No se entiende bien el por qué, pero
están al irse a los golpes. Los hombres son tan impredecibles, que a lo mejor
después del fandango se abrazan y se toman par de tragos juntos, por lo que no
hay que preocuparse. Se dice convencida.
Alguien gritó que
eran las nueve de la noche, y ella le
teme a esa hora pues tendrá que regresar de nuevo al infierno. La enfermera
está por llegar con sus píldoras curativas, y la ponzoña afilada para clavarla
en su trasero.
No quiere pensar en ese
momento que le espera, por eso inevitablemente le llega Julieta como una
estocada a su recuerdo. Julieta y la Selva, y Marisela la liberal amiga, que no
le importaban las rayas de su inmunda vida, porque el tigre tiene más y vive.
¿Qué sabría Julieta de entregas por amor? Si
daba de beber a cualquier sediento. Se repite ya con voz.
También sale René de uno
de los recodos de su mente, con la bayoneta siempre encasquillada tratando de
apostarle un buen disparo, y ella huyendo por los pasillos interminables de la
vida.
¿Qué daño le había hecho
todo?...ella que se pensó caudal, no fue más que agua estancada y pestilente.
Después le llega la fiesta
de sus quince años… y el comienzo de su decepción y vació, tan sólo por un simple minuto de inocencia y
descuido familiar.
Posteriormente sus
veintidós años a fuerza de zarpazos enemigos. Ahora con treinta, no le quedaba
nada más que aprender.
Se frota las manos con
fuerza, y se reafirma una y otra vez que aun vive, que es Amalia, que alguna
vez fue madre, que alguna vez amo desenfrenadamente. No podía recordar a quién,
pero siente que ese sentimiento de nuevo se abalanza.
¿Seria a René, o Alfredo,…
a lo mejor a Nicolás, o Rufino. ¿Pero cuándo comenzó la desdicha, eso no la
recuerda, aunque como el amor sabe que invade todo su cuerpo.
¿Seria al nacer?.. .Tal
vez fue un embrión mal formado, o nació en el lugar equivocado y menos exacto.
Si pudiera encontrar una
goma grande y borrar todo el pasado, o simplemente regresar al semen del padre
y no ser fecundada. Pero nada de eso puede hacer, solamente le queda una
posibilidad para salvar el espíritu, y es Gabriel el único que podría, aquel
joven al que ella le daba vida en
cualquier palabra, o rostro, para calmar
sus pesadillas.
Aquel amor imaginado,
cultivado en sus carencias. Aquel muchacho loco que le hacia el amor sobre la
hierba y le regalaba flores, las que aun
viven dentro de sus libros más preciados.
Pero Gabriel, podía ser
Alejandro, Pedro, Juan, Jacinto, José, Iván, Orlando, David. Cualquier detalle,
cualquier beso. Incluso a pesar de saber que nunca fue cuerpo, de lo qué sí
estaba segura era, que con una dosis de Gabriel sobre su demencia estaba
salvada.
¿Pero dónde encontrarlo,
se le había desvanecido y por mucho que escudriñaba su imaginación no lograba
conformar su rostro , ni su boca, ni sus ojos.
Su cerebro se agobio tanto
de buscarlo en el infinito, que sólo
sintió consuelo al aferrar fuertemente sus manos a la ventana.
Debajo seguía la gente
cada cual es su asunto, y ella cada vez más sola, sin que nadie percibiera su
presencia, y mucho menos alguien que la comprendiera, por tal razón tampoco
nadie podía ampararla del derrumbe espiritual.
Sin pensarlo dos veces se
subió sobre la silla que permanecía al pie del amplio ventanal, y se lanzó al
vació.
Una fuerte sacudida
estremeció el pavimento. Seguidamente gritos desesperados de auxilio, junto al impasible
sonido de las camillas, mientras regresaba
nuevamente a su silencio, esta vez más profundo, más eterno, y escoltado por un escuadrón de ángeles, que
dejaban tras su estela un canto de piedad para la historia.