“Cosas de la Cuba de hoy”
Cuando el período especial extendió sus tentáculos sobre la isla en los años noventa, no sólo se perdieron los productos de mayor demanda, sino que también los valores más preciados desaparecieron sin remedio.
Todo se convirtió en un negocio. Buscarse la vida era la palabra de orden, y no importaba con quién ni cómo, y para colmo de males hasta a las funerarias llegó la mano del trapicheo y del sálvese quién pueda.
Para dar una panorámica exacta del asunto puedo referirme a mi pueblo, donde había dos funerarias, por lo que varios buscavidas maniobraban a sus anchas, y por unos billetes por encima del costo del ataúd destinado al fallecido te conseguían uno mejor.
Todo esto sucedía porque los consignados a la población de a pie tenían el forro arrugado y con manchas, pues la tela utilizada para estos fines era de pésima calidad, por eso del bloqueo, aunque la falta de preocupación de los tapiceros también era muy notoria, por aquello de qué la cosa estaba en candela y habían perdido el interés a causa de la crisis, por eso para resolver el pan diario guardaban el arte para los que por debajo le dejaban caer sus centavos de más.
Estos ataúdes destinados a la población no solamente estaban forrados con tela de mala calidad, e hilo podrido, sino que también los clavos eran muy pocos. La cuadratura desencuadernada y la tapa fuera de nivel y sin cristal fijo, lo que ocasionaba que si el muerto era corpulento o pasadito de peso, corría el peligro de caer al piso en el momento menos esperado.
Ante la escasez de madera de buena calidad, todos eran construidos con madera de “pinsapo”, o “madera de cajas de bacalao” por lo que cuando veían el agua y el calor, se desarmaban y el cadáver quedaba navegando dentro de la tumba, hasta que los gusanos hicieran con él papilla humana.
Jamás se me olvidará lo sucedido a Sebastián Melena, un viejo nacido y criado entre las gallinas, compartidor a más no poder, al igual que fiel creyente.
Cosas que heredó de sus antepasados, pero cuando comenzó el proceso del 59 y el pueblo pasó a la época de los ateos, para poder sobrevivir tuvo que esconder sus santos en el bohío valentíerro y celebrar la noche buena a hurtadillas.
Ya en este momento de la vida y ante tantas situaciones juntas desvencijando al hombre pensó que podía ayudar a su prójimo y así regresar por completo a la fe, ofertándoles una comidita como dios manda en la nochebuena de ese año y así lo hizo.
Invitó a toda la vecindad y regó por el batey que era su cumpleaños, para que no se presentaran moscones prejuiciados a prohibirle los festejos.
El pobre de Sebastián era tan comilón que pesaba 100 kilogramos con sus 65 años recién cumplidos. Todos gracias al exceso de carbohidratos que ingería diariamente para calmar la hambruna.
Llegó el día señalado y organizó un festín en su casa, e invitó a todos los conocidos y no conocidos, pues todos tenían la misma hambre.Fue tanta la satisfacción de este hombre al poder calmar el jugo gastrico almacenado de sus vecinos gracias a su buena voluntad y a la puerca Chicha y al guanajo Arturo, que entre dulces caseros, yuca con mojo y arroz moro, que adornaban el plato exquisito y muy cubano, desaparecido de la mesa del hombre desde hacia mucho tiempo, que no hacía otra cosa que dar vivas a dios y embullarlos para que comieran todo lo que deseaban.
Sebastián Melena era de muy buenos sentimientos y aunque nadie lo crea, sufría hondamente el hambre de sus vecinos, por eso pensando en ellos hizo todo lo posible por engordar a la puerca y al guanajo en medio de la delincuencia del lugar, que no le daba oportunidad a ninguna animalito a salir de las primeras libras, pero gracias a dios pudo hacer su cenita.
Comió tanto que casí se revienta, por lo que después que todos se marcharon el buena gente de Sebastián se acostó complacido y rellenito como una papa y amaneció sin voz.
Dicen que sufrió una apoplejía a media noche, porque llevaba tanto tiempo con las tripas pegadas por la falta de grasa que al despegárseles se le reventaron. Murmuraba la gente condolida.
Los vecinos lloraban sin consuelo ante la noticia de la muerte de su benefactor, ¿qué sería de ellos? se preguntaban sin cesar.
Después de múltiples odiseas para conseguir que el carro fúnebre fuera a recoger al santo de Sebastián, llegó el ataúd en una camioneta que un amigo resolvió en la empresa donde laboraba.
Sin perdida de tiempo los vistieron con sus mejores galas y lo depositaron dentro del mismo poniéndolo en medio de la salita del humilde hogar y dándole paso a la ceremonia fúnebre.
A los diez minutos aproximadamente un sonido ensordecedor aterrorizó a la concurrencia. Algunos pensaron que era el techo de la vivienda que se venía abajo, otros que era un terremoto que comenzaba a azotar la vecindad, hasta que Juan el cuñado de Domitila la espiritista grito:
-¡El muerto está en el piso!-
Ante la confusión de sí era un misterio o una aparición, alguien dijo para calmar el pánico que el ataúd se había desfondado.
A toda prisa subieron al difunto sobre la mesa del comedor y comenzaron a arreglar la caja, descubriendo que había sido clavada con 8 puntillas herrumbrosas.
Esto que relato no es solamente lo que sucedía en las funerarias de mi país azotadas por la “opción cero”, sino que los apagones también conspiraban contra familiares y difuntos.
El día del apagón programado o sin programar se veían los ataúdes iluminados con la pobre y devastadora luz de un quinqué casero, y los familiares dándole el ultimo adiós a sus seres queridos en la terrible penumbra .y no solamente la oscuridad daba un aspecto tormentoso al momento sino, también la falta de flores por el racionamiento de los adornos florares. Más conocidos en mi país por coronas.
A causa del período especial las coronas destinadas a los fallecidos eran solamente cinco por cadáver y con flores marchitas, pues hasta la naturaleza estaba en nuestra contra.
Para resolver alguna de más era necesario hablar con el “buquenque” o busca vida de turno, a su vez intermediario del florero, el que por diez pesos por encima del valor de la corona te conseguían todas las que quisieras.
Recuerdo que bajo esta terrible crisis económica y social, murió una amiga muy querida. Dicen que víctima de un accidente, pero sería mejor decir que la asesinaron porque la casualidad en este caso no fue tal según afirmaron los hechos.
Un día de julio en las primeras horas de la mañana, mi amiga iba para el hospital a relevar a su hija que se había quedado al cuidado de la abuela. El esposo la llevaba en la parrilla de la bicicleta China, a causa de las dificultades del transporte urbano, también desaparecido en esta época.
A seis metros de la entrada del centro de salud un vehículo que venía a exceso de velocidad le dio un fuete golpe lanzándola al lado contrario de la vía en el preciso momento en que venía un camión de carga pesada y le pasó por encima.
No hubo médico ni especialista de ortopedia que pudiera componerle los huesos fracturados y sin remedio así desarmada la velamos por 24 horas en un mísero cajón sin forrar y acompañada de cinco coronas de margaritas silvestres y cintas de papel crack donde no se podía leer ni a duras penas la dedicatoria de sus familiares.
A mi amiga no se le pudieron poner más coronas que las asignadas por la cuota de la funeraria, porque su familia carecía de fondos para poder enfrentar los adornos florares de la “bolsa negra” por eso al llegar al cementerio nos robamos de un jardín cercano varias rositas y le hicimos un ramito para darles el último adiós.
Otra de las cosas que me puso los pelos de punta fue cuando dieron la orden de retirar las coronas porque había llegado la hora del entierro, y cautelosamente se paró frente al calamitoso catafalco uno de los empleados con un martillo en mano.
Nadie podía imaginar que iba hacer, pero pronto nos sacó de la duda cuando vimos que retiraba el cristal de la urna, y cerraba la tapa con tres puntillas a martillo limpio.
Aterrada la hija le preguntó el por qué le quitaba el cristal al sarcófago y este sin muchas palabras le dijo que estaban muy escasos y servia para otro. Además era orden de la funeraria.