LA NOCHE DE LOS TRUENOS.
Por: Adela Soto
Nunca se me olvidará lo sucedido en casa de mi amiguita Laurita la noche de los truenos. Llovía copiosamente y ella como de costumbre gritaba junto a su abuela Carmela, no solamente por el miedo a los relámpagos, sino porque su vieja casa se mojaba más adentro que afuera y al comenzar el mal tiempo tenían que refugiarse los cuatro hermanos, la madre y la abuela en el único rincón de la sala que le quedaba con varias tejas sanas sobre el techo.
El padre de Laurita había sido soldado del gobierno anterior, “pecado mortal” para la nueva especie, pero como otros muchos nunca cometió ningún acto deshonesto, y cuando el mago implantó su carpa lo expulsó como a la mismísima peste.
Guillermo Ponte, que así era su nombre, salió del ejército sin oficios ni beneficios. Su profesión militar a parte de soldado no fue otra que atender un teléfono y mantener limpio el piso del cuartel donde laboró por todo el tiempo. Pero había vestido el uniforme de los traidores y por tales razones era un esbirro, un asesino, y capaz de vender hasta su propia madre, de acuerdo al prejuicio de la nueva autoridad.
Guillermo no era nada de estas cosas, solamente un hombre rebelde y obstinado y sobre todo muy rencorosos y con un gran dolor por lo que le hicieron al llegar el Mago, por eso no quiso participar en ninguna actividad, acogiéndose a la neutralidad todo el tiempo y cometiendo el error de confiar ciegamente en sus antiguos colegas, que como pudo comprobar posteriormente ya no eran los mismos, se habían vendido por un plato de lentejas.
Según me contó la mamá de Laurita el había explicado en casa de un supuesto amigo, que no iba a integrarse a la nueva sociedad, porque aun tenia las esperanzas de qué las cosas cambiaran y el Mago tendría que marcharse y cuando esto sucediera no quería estar marcado por nada ni nadie.
Por supuesto que estas palabras fueron recogidas con la rapidez y la maldad suficiente por uno de los búhos espías y servida en bajilla de plata en los dominios del Mago, que no perdió la oportunidad de hacerlo polvo.
Entonces una noche en que llovía copiosamente, y grandes águilas volaban por sobre los tejados de la aldea, aprovechó la tronamenta y sin las menores averiguaciones envió a más de una legión de hombres a detener al supuesto conspirador.
Mientras la mamá de Laurita abría la puerta que casi la desploman por los fuertes golpes y las patadas, una nube de ninjas amaestrados invadían por el fondo el interior de la vivienda, incluyendo a más de una docena de especialistas en caceria humana, que desde el viejo y deteriorado techo acechaban la huida de Guillermo para balacearlo si se resistía.
La suerte fue que como Guillermo no tenía ningún delito, ni siquiera recordaba lo que habló entre gente supuestamente de confianza, se presentó a los gendarmes a ver que deseaban y sin dejarlo ni preguntar lo lanzaron sobre la pared amordazándole las manos a la espalda con un par de esposas, y en un santiamén fue conducido a una casa cárcel habilitada en las afueras de la ciudad para la encarcelación de todos aquellos que olieran a renegados, conspiradores y lacras de la sociedad que comenzaba.
Ante los gritos de Laurita y su anciana abuela, mis padres y yo salimos en su auxilio. Todos pensamos que el deteriorado techo se les había derrumbado, por suerte no fue así aunque hubiera sido preferible a lo realmente sucedido.
Laurita años después me comentó casi llorando, que ese hecho nunca se le olvidará y mucho menos cuando pidió clemencia para su padre y uno de los ninjas a sueldo la apartó con un fuerte empujón ,sin explicarle, y ni siguiera calmarla con una palabra acorde a su corta edad.
Tampoco se le olvidará cuando fue con su madre y hermano mayor a verlo a la casa cárcel, donde no los dejaron acercarse y solamente de lejos pudo ver a su padre junto a un alto número de hombres que al igual que él permanecieron por mucho tiempo allí sujetos a las mismas acusaciones, en espera de la libertad, o la condena al supuesto delito.
Después de esto comenzó la huida, el primer exilio, la primera destrucción del hombre que se iba a cualquier lugar del mundo hasta a la Conchinchina con el bolsillo vació y el alma vacía y el odio surcándole la venganza. Pero a un lugar donde poder respirar aire libre y sobre todo vivir, pues esta palabra había comenzado a perder su significado.
Dentro de este grupo estaba Laurita y toda su familia. Mi amiguita de la infancia tuvo que refugiarse fuera de su terruño. Nunca más supe de ella, aunque alguien me dijo un día que sobrevivía a pesar de la nostalgia y la tristeza que embarga a un exiliado, pero seguía esperando algún día poder regresar a besar su tierra.