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Tuesday, March 28, 2006

UNA MUJER EN LA JUNGLA



UNA MUJER EN LA JUNGLA. O LA REALIDAD DEL INTERNACIONALISMO.
(Capitulo de la novela el Imperio de la Simulación)

Por: Adela Soto Álvarez

El tiempo transcurría veloz e impredecible y yo seguía alimentándome de ruidos, consignas, criterios machistas, prejuicios y mucho miedo, tanto que el corazón me parecía sacudido por un sismo.

Comenzaba el año l975 en mi Cuba esclavizada, cuando conocí a Miguel que acababa de graduarse en el Instituto de la Moral como abogado.

Era un joven intachable, de buena familia, cariñoso, decente y sobre todo acorde con los principios que imperaban en la isla.

Era un militar de pies a cabeza y esto lo exoneraba ante mi familia, pues en esta época para tener moral tenías que estar integrado completamente a todas las organizaciones políticas y de masas y de vez en cuando sujetarle la pata al mago en las reuniones cederistas, de lo contrario eras contrarrevolucionario, y dentro de esto, homosexual, delincuente, vende patria, vago, jipi, lacra o cuanto adjetivo se le antojara a la nueva clase, lo que era lo mismo que no tener derecho a nada, ni siquiera a que una muchacha lo mirara, o cuando menos no merecías para ellos ni el aire que respirabas.

Estuvimos seis meses de romance, llenos de ilusión y amor. Sin pensarlo llegó la boda ¡qué feliz me sentía!. Mis abuelos lograban el sueño de no verme con una barriga a la boca o con un niño en los brazos seducida y abandonada.

Mamá y papá se quitaban una responsabilidad de encima con el veleteo y el cuidado de la pureza virginal, además de adquirir mucho más respeto y confiabilidad en el barrio, porque su hija se casaba con un militar.

Pero como todo tiene un destino prefijado nuestras vidas iban sobre rieles sin darnos cuenta del tan alto precio que tenía la felicidad.

Entonces fue cuando a Miguel y a mi nos dieron la tarea de cumplir con una misión el la Selva Amazónica donde el diablo dios las cien voces y nadie lo oyó y donde ninguno de los dos imaginamos cuantas sorpresas nos esperaban.

Felices y dispuestos ante la decisión y creyéndonos muy importantes por estar dentro de los elegidos para la tarea, nos pasábamos las horas haciendo planes futuros como es costumbre en los enamorados.

No veía la hora de subirme al avión y volar muy alto junto a Miguel mi gran amor, mi querido esposo.

Este viaje para mi era el mejor estímulo que me daba la vida, y así llegó el día tan esperado, así también marchamos llenos de fervor patriótico a defender otros parajes del mundo, junto a Ramón, Martha , Olguita y José Alfaro, entre otros, creyéndonos dueños del universo y de la victoria.

Nuestros ideales aún estaban intocables. Éramos tan jóvenes, tan inocentes, tan necesitados de promoción.

Nos habían entrenado para eso, con varias dosis de mentiras y grandes porciones de ideologías impuestas, entre un futuro inalcanzable y el compromiso moral de ser mejores cada día en el cumplimiento del deber.

Nada nos importaba que no fuera cumplir, el orgullo invadía nuestros pechos, y yo me sujetaba al brazo de Miguel anhelante.

Recuerdo que lo hice con tanta fuerza que logré lastimarlo. El me pidió calma, después me acarició comprensivo, sin dejar de susurrarle a mi ingenuidad sus palabras más dulces. Sabía que yo aún soñaba con viajes fabulosos, reyes magos, hadas madrinas y milagros increíbles.

Era el catorce de noviembre de aquel día de despedidas familiares, proyectos e ilusiones, además del alto humanismo que nos llenaba por dentro y por fuera. Nos temblaba la voz mientras el avión se deslizaba entre las altas nubes, y detrás quedaba nuestro terruño y nuestras costumbres más arraigadas.

Al cabo de un tiempo ya estábamos en la Jungla. Allí nos esperaban los de la misión armados hasta los dientes. Sin mucho protocolo nos subieron a un carro blindado que se deslizó a tal velocidad, que no puede apreciar la distancia que había del aeropuerto al lugar de residencia.

El pecho me latía con tanta fuerza y repleto de todo el orgullo del mundo. Lo único que no se apartaba de mí era la idea de implantar en aquel lugar desconocido un reino de paz, y dar la vida por todo el que la necesitara, a la vez que me invadía por dentro y por fuera la enorme sensación de ser Juana de Arco, Diosa del Olimpo, Dueña de todos los poderes, Heroína de todas las batallas”en fin una mujer para respetar.

Allí se nos explicó lo relacionado con nuestros deberes militares, el dormitorio de cada cual, las funciones laborales, y miles de advertencias más sobre los habitantes del lugar, o mejor dicho los oriundos de la selva, porque habitantes habían de todas partes del planeta.

El principal objetivo era prohibirnos las relaciones cordiales con los africanos. Cosa que no podía entender, pues en mi país lo único que se hablaba era de hermandad, y que debíamos ser solidarios con ellos. Después supe la verdad, supe que aquellas mujeres con los hijos a cuestas y las tetas a la cintura nos odiaban sin compasión.

Solamente éramos carne de cañón, nos habían enviado para encumbrar protagonismos e intereses personales y políticos.

Aún lo recuerdo con detalles y siempre acude a mi memoria como experiencia inolvidable el primer día de trabajo, que ni por ser el primero tuvimos descanso.

En aquel lugar todo era hacer y hacer, entre emanaciones de gasolina, el olor a muerte, a mutilados, heridos, disparos, explosiones, aviones y cohetes. Los proyectiles parecían sacarle esquirlas a la tierra y la impotencia devastaba los causes de la sensatez.

Era increíble ver como caían a diestra y siniestra los hombres destruidos por las bombas que no le pertenecían, pero nadie se arrepentía, en ese momento llevábamos en la frente y en el miedo un ideal legítimo y patriótico. Éramos guerreros cubanos, valientes y ciegos guerreros cubanos…

Había que cumplir, era la palabra de orden y los militares no discuten, acatan las disposiciones por duras que sean. Había que cumplir con el deber y el tiempo establecido, el qué se rajará era un traidor y si eso pasaba era preferible morir que regresar a la patria.

Si lo hacías te esperaba una represión eterna, un castigo eterno, serías escoria para los demás, un guiñapo, la peste misma, y con esto la muerte espiritual del arrepentido y toda su familia. Y digo así porque lo pude comprobar con mi amigo José Alfaro.

El se arrepintió y se ametralló el vientre creyendo poder calmar la inconformidad, y de esta forma provocar su traslado al país, sin acusaciones ideológicas.

El inocente de mi amigo creyó en la suerte y ésta lo traicionó. Creyó saber más que los espías de turno, que tenían la mejor red de inteligencia de esos tiempos y sucumbió en la desdicha. Sólo fue un cuerpo desnudo flotando en su propia batalla, solamente pudo acumular lágrimas en el fondo del más negro de los fosos.

Por eso un día me contó que lo hizo por no poder soportar los rigores de la guerra. No por cobardía ni miedo, pero nada resolvió con esa locura, solamente poner en peligro su vida y quedar relegado para siempre en su propia tierra. Y eso era lo que más le dolía, tener que por esa causa aprender a vivir con herrajes, oculto detrás de las columnas y sin encontrar compresas para aliviar su herida.

Al principio nadie supo la verdadera historia, pensaron en un atentado de las tropas enemigas, pero el calló y nada dijo, dejó que lo engalanaran como héroe siguiéndoles el juego. Dicen que hasta le rindieron tributos ante la estatua del apóstol y la prensa nacional lo sacaba a diario en sus páginas, y su foto en la primera plana, y su voz en todos los medios de difusión masiva y José Alfaro ejemplo de patriotismo y el pecho lleno de medallas por el deber cumplido.

Pero como bajo y tierra no hay nada oculto un emisario del mago averiguó la realidad de lo acontecido en la Jungla, además de los cornetazos de los que presenciaron el disparo y al cabo de ocho meses el inmaduro de mi amigo José terminó como disidente tras las rejas de una penitenciaria, posteriormente pasó al estatus de exiliado en la Florida.

Habían pasado varias semanas de nuestra llegada a la Jungla. Hasta ese momento no había pensado en la forma en que me miró el jefe. Tal vez no advirtió mi desprecio por sobre la mirada codiciosa que me clavó en el momento en que arribe ante sus órdenes, pero lo miré así para que no se equivocara.

Aunque no tenía experiencias sobre asedios de ese tipo, ni de otro, mi intuición me avisó de su apetito carnal, estaba casi segura que si no tomaba mis medidas de precaución iba a tener grandes problemas con él.

Conocía por otros, que los jefes son casi todos prepotentes, autoritarios y abusadores con los subordinados. Les gusta poseer a todas las mujeres, sean quien sean, y lo logran valiéndose de las peores bajezas.

Se creen superiores por su cargo y rango y como en la vida militar nadie puede rebelarse ni discutir con el jefe aunque se orine en la cama, traté de hacer lo posible por evitar un enfrentamiento.

Este señor a que me refiero era grueso, forzudo, de mirada inquisidora y calculador en todo momento.

Sus pequeños ojos de color oscuro y rasgos asiáticos eran el más fiel reflejo de la prepotencia masculina, que aunque la trataba de ocultar detrás de unos gruesos cristales a causa de su afección miope, sus diabólicos destellos chocaban con la perspicacia femenina.

Usaba pantalones muy estrechos que lo hacían lucir mucho más gordo. Su regordeta barriga siempre la exhibía a pesar de llevar la camisa por dentro. Era de modales rudos sobre todo antes de dirigirse a cualquier subordinado. Se le veía pasearse de un lado para otro rascándose la barbilla y premeditando la grosería que iba a lanzar antes de embestirlo con sus órdenes, y aunque imponía los criterios en voz baja, terminaba sarcástico y dando golpes sobre el buró como un animal salvaje.

A mí desde el primer momento me inspiró repulsión, después fue cuando me invadió el miedo. Les aseguro que era un animal muy peligroso y aferrado a sus intereses.

Eran las diez de la mañana de ese día que no quisiera recordar. Todos estábamos expuestos al olor a pólvora, a disparos, gorriones, e impotencia cuando llegó la noticia de que había decidido el mando superior, mandar a mi querido esposo Miguel al Sur de la Jungla a cumplir con una misión muy especial.

Casi me infarto al saberlo, pero ni Miguel ni yo teníamos poder para evitarlo. Allí estábamos para cumplir órdenes y mi pobre esposo sólo sabía cumplir órdenes y así marchó con su ideal patriótico coronando su frente y dejándome sin saberlo en manos de un malvado y ladino Simio, prepotente y despiadado.

Continuará….